Divagaciones.

Ya veremos.
Aquella era la frase lapidaria que se utilizaba en cualquier conversación, para capotear planes que sabes que no van a ir a ninguna parte.

Lo dijo en voz alta, como parte de una conversación que estuviera teniendo con alguien más. Pero desde aquel maldito día, ya no había nadie más.

Se fue abandonando con el tiempo, como el trozo de un árbol que lleva la corriente del río. Se fue avinagrando como una botella de vino derramada bajo el sol del verano. Llegó al punto en el que no se reconocía en el espejo. Aquel era un extraño. Alguien que una vez pudo parecer un ser humano como los demás. Una persona con sueños e ilusiones, con sus altibajos, sus problemas, sus cosas...

Ahora la mayoría del tiempo lo pasaba tumbado. Casi estático como una colcha en la cama. A veces se aventuraba a hacer un poco de faena de la casa, pero entre la falta de ganas y el dolor de la hernia, ya no era tan habitual como debiera de ser.
En su lugar permanecía a veces a oscuras, simplemente divagando mientras abrazaba aquel recipiente donde guardaba todo su amor. Y se imaginaba conversaciones, o tal vez las tenía realmente, aunque la verdad que en su cabeza ya no tenía claro lo que era real y lo que no.

Sabía perfectamente que no iba por buen camino, y que aquel era solamente un camino de ida. Pero ya hacía tiempo que había perdido toda la ilusión, que hubiera llevado su actual situación por otros cauces.

Simplemente se rindió y tenía todo el derecho a ello. Evidentemente pensó en terminar de cualquier manera. Sobre todo los primeros días, semanas, meses...
Hizo todo lo posible para evitar caer una y otra vez en el pensamiento. Desde plantearse viajes que sabía que no podía hacer, hasta intentar retomar caminos que tenía apartados, de cuando la necesidad era de otra índole y más importante.

Intentó llenar el vacío del silencio con muchas frases. Generalmente palabras vacías, de esas que simplemente llenan el tiempo y evitan pensar. Pero siempre terminaba encontrando el camino de vuelta al pensamiento habitual.

Un día dejó de hacer planes y simplemente pensó "ya veremos". Fue un recurso que poco a poco utilizaba más a menudo. Cuando algo no le salía bien, ya no se enfadaba. Simplemente pensaba "ya veremos". Y abandonaba ese proyecto como podía abandonarse a sí mismo. Sin ningún tipo de remordimiento.

Fruto de sus primeros intentos por normalizar la situación, fueron los contactos que mantenía con los médicos que le trataban la terrible decepción, como él llamaba a su depresión. 

Se sentía decepcionado con la vida y consigo mismo. Y en una forma tan decepcionante como solamente él podía llegar a entender.
 Los distintos profesionales le informaban, le asesoraban, e intentaban dar otro punto de vista que no fuera solamente el suyo. Y en un principio les hizo caso. Se tomó su tiempo para poder digerir la situación, analizarse a sí mismo y  el momento en que vivía. Aquello le llevó por caminos de gurús y psiquiatras enamorados de su profesión. Hasta que se dio cuenta de que eran las mismas palabras en distintos libros, y ninguna de aquellas frases le podían explicar, porque le pesaba tanto aquella decepción.

Le llamaron duelo. Concretamente duelo del cuidador. Algo que a él le llegó a molestar mucho. Porque sabía que si esa era su conclusión, no habían entendido nada. Era como intentar comparar un río por muy profundo y caudaloso que fuera, con el menor de los océanos. Así se dio cuenta de que no le entendían, o tal vez era él, que no lo sabía explicar bien. Dejó de importarle cuando simplemente pensó en un "ya veremos" como respuesta.

Mientras, de persianas para afuera el calor era sofocante.
Se dio cuenta que la mejor respuesta hacia el calor, se la dió un maravilloso amigo que tuvo. Aquel era un genio. El mejor compañero que se puede esperar sin tener que ser humano. Aquel ser magnífico, les lleno de amor y ternura en los peores momentos de su vida. Y el simple hecho de pensar en cualquiera de sus gestos o rasgos, atraía de nuevo las lágrimas a sus ojos.
Aquel gran amigo tomaba la apatia total,como ejemplo contra la lucha del calor. Evitaba por todos los medios moverse salvo para ir a beber, e inmediatamente buscar el lugar más fresco para retomar la postura más abandonada posible.

Ahora él estaba en esa postura y afuera ardía el infierno, pero no necesitaba poner el ventilador como todos los veranos pasados. Siempre había odiado el verano. Parte de ello también tenía culpa el exceso de peso. Un peso que en su mayor parte vino del disfrute del amor. Terrible combinación la mano de una gran cocinera, y la boca de quien disfrutaba enormemente del buen sabor, de las cosas bien hechas. Aquello también se precipito por el mismo barranco, por el que se precipitaron todas las demás cosas.

Ellos amaban el otoño. 
Los dos en conjunto y por separado. 
Les gustaba enormemente ver los cambios de los colores en los árboles. Disfrutaban de tener que ponerse una rebeca. De dormir tapados. De buscarse debajo de las mantas para darse más calor. Amaban el olor del otoño. Ese olor inconfundible a serenidad y paz. Eran plenamente felices cuando podían disfrutar de un paseo por el monte otoñal, con la libertad que te permite la salud. Y cambiar el estilo de comida por el cuchareo. Eso también a los dos les gustaba mucho. A los tres si sumamos su compañero peludo.

Él sabía que ese iba a ser su último otoño. No porque estuviera enfermo, y si así era le daba igual. 

Ver el mundo con la perspectiva que él lo veía ahora, era en sí mismo un acto de fé. 
No por todo lo que estuviera ocurriendo que siempre ha sido así. Lo que pasa es que tenemos poco espacio en el pozo del recuerdo, y el ser humano es un animal, que tiene una facilidad enorme para olvidar las cosas. 

Nunca hemos estado bien porque siempre ha habido cosas que arreglar. 
Nunca hemos estado bien porque nunca ha habido una igualdad plena. Porque en cualquier lugar del mundo ha habido hambre o muerte inútil y absurda. 
Nunca hemos estado bien porque siempre ha habido esclavitud, solo que ya no es necesario llevarlos hacinados en las bodegas de los barcos. Ahora pueden venir los esclavos en patera. Ahora pueden trabajar en fábricas, cultivar tus  cultivos, y tener la denominación que tú quieras darle. 
Siempre que no haya igualdad siempre habrá esclavos. 
Siempre que no haya libertad siempre habrá esclavos... 

Esa era la manera en la que divagaba, mientras permanecía tumbado en la oscuridad de su habitación. Los pensamientos saltaban de uno a otro sin ningún tipo de orden, pero perfectamente ordenados en sí mismos. 

Él veía el mundo desde esa perspectiva y nadie se lo podía negar. Es una realidad inquebrantable a lo largo de los siglos, que solamente pueden contar sin inmutarse, los que están al otro lado de la concertina. Al otro lado de ese muro, de esos alambres cortantes, también hay seres humanos. Llámalos como quieras, pero mientras no sean iguales que tú y tú igual que ellos, no habrá cambiado nada desde hace... siempre.

Por eso la vida no tenía ningún motivo más que las cuatro cosas buenas. Los buenos recuerdos, el olor del otoño, el sabor de la buena cocina de cuchareo, y brindar con un buen ron por los que están lejos.

Inmediatamente después de pensar en esas cuatro cosas, abrazó un poco más la urna de su amada. Cada una de esas cuatro cosas tenían algo que ver con ella. "Eso es lo que ellos no entienden" pensó. 

Aquello era la explicación perfecta de lo que para él era, la diferencia entre un gran río y el más pequeño de los océanos.

Pero ya veremos...